jueves, 17 de septiembre de 2009

El todo y la nada: vueltas en circulo para evitar cualquier labor

La mera idea de escribir un texto sobre las cosas que hacemos para evitar hacer lo que debe ser hecho es una contradicción. Estoy sentado, manos en el teclado, saltando rápidamente de página en página, de libro a pantalla, de bebida a manos vacías, de mirada perdida a simulación de atención. Me veo rodeado de distractores visuales y estímulos sensibles excesivos. De la titilante pantallita de mi computadora salen palabras como vomitadas sin esperanza de ser vueltas a consumir. Un eterno desfile de ideas que nacen muertas se me presenta a los ojos; yo pienso en salir a fumar. Trabajo, hay, siempre. Siempre hay algún trabajo para evitar hacer el trabajo encomendado; siempre es posible hacer algo para no hacer nada y que todo permanezca igual.
Yo no quiero buscar las razones profundas de la falta de atención a una sola cosa. Yo no quiero asumir que es un mal civilizacional, que todos nos vemos afectados por ello, pero miro en las otras pantallas el mismo ocio que en la mía, con contenidos distintos que nada cambian.

Al final el hacer tampoco es hacer, al menos desde donde todas las mañanas me siento y escribo y escribo para que me archiven y me archiven y no trascender. ¿De qué sirven tanto llamamiento al cambio, tanto análisis de los problemas mundiales, regionales, nacionales? ¿De qué sirve todo, para qué hacer algo, para qué hacer nada? ¿No será la falta de voluntad de hacer una conciencia incipiente de que el hacer cotidiano no sirve para nada?
Despertar, coger las llaves, salir corriendo, tropezar con la banqueta, caer en el charco, mentar madres, subirse al camión, apretarse en el metro, parar en la tienda, comprar un café, checar en el biométrico para quedar fichado, subir 16 pisos, prender una computadora, teclear cosas, borrar otras, archivar, desarchivar; apagar una computadora, bajar 16 pisos, checar en el biométrico para cerrar la ficha del día, parar en la tienda, comprar cualquier cosa, apretarse en el metro, subirse al camión, bajar con desgano, arrastrar las piernas, entrar lentamente, aventar las llaves, tirarse en la cama.

¿No son todas mis acciones retardantes de la vida? ¿No son el aferrarme a 5 minutos más en la cama, a la búsqueda inutil de algo que no poseo, el olvidar las llaves, pequeños reductos de vida en una existencia que nos urge a deshumanizarnos?

La misma deshumanización de la cotidianeidad nos exige ser eficientes, controlar nuestros tiempos, hacer todo lo que nos hemos autoimpuesto hacer en el momento que ha de ser hecho. Pero nuestra naturaleza se resiste, a menudo en acciones inconexas y a simple vista incomprensibles, como contar los puntos en el techo de mi cuarto, o buscar figuras en el viejo tirol de la pared. Somos humanos, nos preocupamos por las pequeñas cosas; nos obligamos a ser máquinas, a no preocuparnos por nada más que por operar de la mejor manera. Ahí es cuando el hacer algo que no es lo que hemos de hacer se convierte en problema.

No pretendo, al final, elevar a carácter de resistencia la procrastinación, pues no es mi rol. Poco importa, pues aquí me encuentro haciendo nada, escribiendo sobre todo, con los ojos cerrándose y ganas de salir a caminar.
En el tintero queda la tesis, queda el trabajo, quedan los cuentos inconclusos que colman mi imaginación y no pasan jamás a la palabra; queda el sueño, queda la vigilia, quedo yo, perpetuamente oscilando entre momentos idénticos, en los que el tiempo no pasa; pasa todo, no pasa nada.

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